A Trump le gusta Putin, pero no es como Putin. Puede que lo sea en sus instintos autoritarios y su desprecio por la democracia liberal, pero son totalmente distintos sus caminos para alcanzar el poder. A Putin le eligió Yeltsin y ningún papel tuvieron las urnas en las elecciones amañadas que le perpetuaron en el Kremlin. Trump tuvo la mayoría presidencial en el colegio electoral en 2016, aunque no en número de votos populares, y al decir de las encuestas lleva camino de repetirla en las próximas elecciones el próximo mes de noviembre.
Si es así, será un tirano por libre elección popular. Ahora más libre que hace siete años, cuando venció por sorpresa y suscitó falsas esperanzas de que los equipos republicanos moderaran sus disparates. Todo el mundo está hoy advertido, quienes le votan y quienes puedan sufrir los efectos internacionales de su regreso a la Casa Blanca. Y si es de temer el extremismo de los colaboradores y del programa que está preparando, peor es el grado de inmunidad que conseguirá en caso de superar todos los obstáculos judiciales que se interponen en su camino.
Para que tal cosa ocurra, deberán ser los jueces, y en particular los que conforman el Tribunal Supremo, los que le concedan el estatuto que corresponde a un monarca, por encima de todos los otros poderes, exactamente lo que querían evitar los padres fundadores de EE UU. Se enfrenta a cuatro causas en los tribunales, tres penales y una civil, con casi un centenar de cargos, entre los que destaca la incitación a la insurrección por el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Un fiscal especial ya ha pedido al Tribunal Supremo que dilucide si le cubre la inmunidad como expresidente, tal como alegan sus abogados defensores. No será el único pronunciamiento que le corresponde a la máxima institución judicial. También deberá pronunciarse sobre una sentencia del Supremo de Colorado que le acaba de excluir como candidato a las primarias republicanas por su condición de instigador de una insurrección, al igual que puede suceder en otros 13 Estados en los que hay demandas similares pendientes de resolución. La decimocuarta enmienda de la Constitución dice bien a las claras que nadie implicado en una insurrección puede ocupar cargos públicos, pero la controversia que suscita es oscura, enrevesada e interminable, hasta discutir que el presidente sea un cargo público y entre por tanto en la descalificación como insurrecto. Cada revés judicial se traduce en un incremento en la recaudación de fondos, pero las encuestas detectan que las decisiones judiciales adversas suelen desanimar a los votantes menos fanatizados y favorecen a los otros candidatos de las primarias. También refuerzan el unanimismo, que alcanza al entero campo republicano, incluso a sus rivales de las primarias, ahora a enorme distancia en los sondeos, todos entonando a coro la condena a las intromisiones de la justicia en la voluntad democrática. Finalmente, serán nueve jueces vitalicios, tres de ellos nombrados por el propio Trump, quienes establecerán si puede presentarse a las elecciones y si un expresidente puede acogerse a la inmunidad para eludir responsabilidades por delitos cometidos durante su mandato. En otro tribunal y otro país, estos jueces de designación trumpista se inhibirían, pero es fácil deducir qué sucederá en este. Quien los nombró pensaba precisamente en contar con ellos para eventualidades extremas como las actuales.
Si Trump sale vivo del avispero y llega a la meta, será el presidente con mayor poder de la historia de Estados Unidos, situado por encima de la ley con el aval del Supremo. En tal caso, no sabemos qué será de la Constitución ni de la democracia. Todos los tiranos del mundo estarán de fiesta. Pagarán el pato Ucrania y Palestina. En caso contrario, el suspiro de alivio se sentirá en el planeta entero, desde la OTAN, amenazada en su existencia, hasta el partido republicano, secuestrado por el trumpismo.
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